Arremangué las mangas de mi camisa -hay cosas que me ayudan a actuar más rápido y mejor- pero no tomé la precaución de atarme bien los cordones de los zapatos, negros como las pupilas de mis ojos en esos días de Febrero, tristes como aquellos todos otros días... anteriores.
Tomé por una ruta que me es desconocida, aún hoy 7 años después de retomar el camino, como siempre... nunca porque sí... y por supuesto que me perdí, no sé hacerlo de otra forma, sin una brújula (que todavía existen, yo nunca las usé y ahora se llaman de otra forma...).
Estiré el cuello y miré hacia arriba, hasta donde me dejaban los rayos del sol y vi que pronto vendría tormenta o un huracán.
Pensé las cosas una última vez, vi el cartel y bajé -y si bien estaba parado, nunca los pies sobre la tierra pero tampoco tocando el cielo con las manos- en un paraje que abrazo en mis sueños más despiertos en donde nunca está iluminado por el sol ni ensombrecido por estas sombras.
Mi primer paso es firme, pero luego de dar unos cuantos más resbalo, es una colina imprevista y embarrada y en ella como un alud de carne y huesos, con la sangre helada y el sudor en la frente y en la palma de mis manos... me deslizo cuesta abajo inevitablemente, hasta caer de narices en la arena de una playa que se encuentra impensadamente en ese lugar... un escenario que se crea golpe a golpe, segundo a segundo y en donde aún nadie ha pronunciado una palabra, y tampoco nunca nadie lo hará, cuando apoyo mis manos despegando el pecho del suelo y llevando mis ojos a la vista incierta del horizonte ahí adelante... me doy cuenta que he llegado tarde, que tus pies ya han dado el paso en falso y estás caminando en ese lugar, donde muere el mar.