La mano que empujaba la colilla por la rejilla y nos dejaba inmersos en una nube de olor a cigarrillos negros. Está todo hecho de olores, el de la cuerina del asiento delantero donde entrábamos tres o entrábamos cuatro, en ese auto donde siempre hacía calor y había olor a bizcochos y el volante ardiendo, quemando nuestras manos.
El diario doblado y los anteojos encima, la camiseta eterna y las palabras que apenas se entienden al salir de tu boca. No entendíamos y preguntábamos de nuevo. No entendíamos porque no sabiamos tu historia de superación, tu fuerza infinita y no conocíamos lo que realmente pensabas, hasta que alguno de nosotros te sacaba una sonrisa en tu gesto inexpugnable, inquebrantable. No entendíamos tampoco, pero nos olvidábamos de entender.
El recuerdo imborrable de tu figura en la puerta de la escuela tan distinta para mí que para los demás, el saludo cómplice y las caras de incomprensión en los demás... los útiles y los regalos, el pan y el vino blanco de cajita.
La única pregunta que lo abarca todo de ida y de vuelta: ¿Cómo estás?.
La descendencia interminable, la insuperable lealtad y el cariño eterno como aquellas mañanas de hace años cuando yo gritaba goles y vos los aplaudías.
Y las tardes y noches de sanatorios cuando recordabas goles que yo nunca hice pero tampoco nunca negué haber hecho...