Muchas veces me invaden unas fuertes ganas de poner el pie en tierra, levantar la mirada y encontrarte entre la multitud que camina indiferente. No es sencillo, mis ojos se nublan y mi mente se agita y pierde el rumbo.
Miro a mis espaldas y estás de frente, silenciosa... la imperante simpleza en tu expresión, y es mágico: un dardo de paz se clava en mi piel, sosegando el pulso de mi ser, entregado a tu falta de desaprensión que es fatal y vital, también...
Y redescubro que quiero estar debajo de aquel árbol nuevamente, cada vez, mirando ese mismo paisaje que contiene tu figura, ese cuerpo que es el blanco de las palmas de mis manos, cuando logro acercarme emulando algo de tu sigilo.
Quiero perder mi mirada en ese horizonte, mientras los acordes de tu canto a mi lado, me recuerda que siempre te has negado a cantar, en mi presencia y no en mi ausencia. Quiero la satisfacción de, al estirar el brazo, sentir tu mano que recorre y reconforta. Quiero la sorpresa de tu media vuelta y tu alegría desbordante, que es mi alegría desbordante.
Es como viajar por un corredor en el que todo se convierte en dicha, donde se sonríe en un día lo que en un año, como un pasaje de la quietud a la felicidad, es un pasillo.
Y quiero encontrar tus ojos al final de ese pasillo... y recorrerlo, siempre.