Justo cuando llegó tu mensaje estaba terminando una canción que conocí por vos. Lo leí y abrí los ojos grandes, miré a los costados hasta encontrar a qué altura de esa avenida estaba, hice cuentas y me levanté disparado a tocar timbre, unas cuatro veces seguidas, hasta que en la cuarta noté que el chofer me miraba por el espejo y me hablaba con cara de pocos amigos y yo no lo escuchaba, me saqué los auriculares y me di cuenta que no era que el timbre no sonara sino que yo no lo escuchaba, como tampoco escuché los insultos. Esa imprudencia me costó unas diez cuadras de lejanía extra.
Me volví a poner los auriculares y elegí música que animara una larga y veloz caminata. Los casi 40 grados de sensación térmica y mi legendaria mochila generaban un tremendo mar de agua (salada) debajo de mi camisa, la más veraniega.
Atropellando todo lo que se interpusiera, cual Richard Ashcroft del cono sur, crucé todos los semáforos en rojo, a veces caminando, a veces corriendo, a veces esquivando, a veces desafiando con la mirada a aquellas voces que, de nuevo sordas, no escuchaba por la música y haciendo la cuenta de cuántos bocinazos había recolectado.
Metí el pie en un charco, de nuevo, mojando mi pantalón que por supuesto era claro. Más de una persona en el trayecto quiso interrumpir mi paso para preguntarme algo, para venderme algo, para distraerme algo, ninguna tuvo éxito desde el principio en interrumpir mi paso decidido.
Las palmas llenas de sudor, paré un par de veces a acomodarme las medias, mis zapatillas de lona no estaban previstas para caminar tanto y en la mochila tenía zapatos…
Algunas cuadras eran paredones interminables, un señor de vientre prominente escupía semillas de mandarina y no paró ni siquiera cuando yo pasé, pero logré esquivarlas apelando a recursos que tienen que ver con otras cosas, con otros tiempos, con otros estados físicos… pero el cuerpo tiene memoria.
Apuré el paso un par de veces cuando sentí que intentaban arrinconarme buscando el botín de mi mochila, que era preciado por mí.
Ya había recuperado todas las cuadras del colectivo, ya había llegado a ese supermercado y ahora tenía que desandar el laberinto que conozco desde el principio…
De repente como en una espiral fantástica del destino o del entuerto veo fente a mí de nuevo el colectivo, el mismo coche, el mismo color, en el reloj la misma hora, veo de espaldas tu cuerpo en la parada, tu mano que se estira y lo detiene, me veo de frente a mi mismo y mi cabeza (la del otro yo mismo) que se da vuelta de golpe, vuelve hacia vos y te besa, y de un salto se sube y vos no te quedas mirando el colectivo, yo (el de ahora) si me quedo viendo, y me veo a mi mismo sacando el teléfono del bolsillo para escribirte que te extraño sin saber que luego iba a recibir el mensaje que me haría bajar del colectivo para regresar…
Te sigo unas cuadras, sin que me veas, veo que sacas el teléfono y en ese momento pareces notar mi presencia, te das vuelta de golpe y justo cuando estás por verme, me despierto por un grito del chofer que dice “Pibe, ¿vos no te bajabas en Primera Junta?”